domingo, 10 de marzo de 2019

el día de la mujer

En la introducción que escribió Paul Theroux para el libro "On reading", del fotógrafo Steve McCurry, decía en un punto que "leer rápido un buen libro no es una virtud". Yo agregaría que es, incluso, una estupidez. Uno no engulle un plato gourmet, ni navega el laberinto del Louvre para llegar a la Monalisa, sacarse una fotito con el celular y seguir.
Soy de esas personas que disfrutan más un de DVD que de Netflix, y del cine más que un DVD. Prefiero un e-mail a WhatsApp, y una carta a un e-mail. Tampoco disfruto teniendo sexo con una mujer que apenas conozco, por el solo hecho de que tiene buen lomo. Prefiero mil veces una buena conversación, de esas que se alargan porque parece que los temas de interés mutuo no se terminaran nunca y uno tiene cada vez más hambre de la mente de la otra persona. Pero esa comunión mental lleva tiempo, hay que cultivarla.
Por eso, al día de hoy todavía no entiendo para qué sirven las redes sociales, salvo quizás para un pequeño parche de ego, algo adictivo si uno tiene la madurez de una quinceañera. Y lo pongo así, en femenino, porque considero que los hombres dejamos de madurar a los 4 años, y me gusta así. No creo que haga falta más. Si bien encuentro aceptable la observación que dice que la diferencia entre un hombre y un chico está en el precio de sus juguetes, la diferencia entre una mujer y una nena de 4 años no es la diferencia de delirios de princesa. Conozco pocos hombres, es decir, varones que además de comprar juguetes más caros también hayan desarrollado madurez, sentido de la responsabilidad, ética de trabajo, etc. Pero conozco también pocas mujeres, chicas que se hagan cargo de sus estupideces y evolucionen. Me acuerdo cuando era adolescente y las viejas repetían el corito de que las chicas eran más maduras que los chicos, como si llevar tacos, tampón y maquillaje elevara a un ser humano por encima de otro que prefería los juegos electrónicos. Algo que sí distingue a cualquier persona, sin importar el sexo, es su capacidad para retrasar la satisfacción, tomándose el tiempo de disfrutar el camino sin hacer un escándalo, ponerse agresivo o histérico cuando las cosas no salen como dictaban sus expectativas o creencias. Esos que llegan a un punto en la vida en que entienden que los preconceptos son algo personal y cada uno ve el mundo según su propio sesgo cognitivo.
De esa línea de pensamiento, donde los hechos dejan lugar a los sentimientos y la realidad se ajusta a las opiniones, la sociedad hace ya un par de años dio vuelta la hoja y, en lugar de evolucionar de cuestiones arcaicas como la discriminación infundada y prejuiciosa, basada en los miedos e inseguridades personales, se desplazaron esos miedos y prejuicios hacia el otro plato de la balanza.
En estos tiempos de feminismo delirante y con el verde bastardeado hasta el aposematismo, algunos tenemos que acordarnos de cosas tan elementales como que las íes llevan punto. Cómodamente acurrucados casi en el fondo de la cadena evolutiva de la ciudadanía, a demasiada gente le hace falta aprender que la cantidad de veces y el volumen en que dicen su opinión no determinan su validez. En un escalón más alto están los que interrumpen, lo cual ya es un lujo porque por lo menos dejaron a otros empezar siquiera una oración. A estos les siguen los que, imbuidos del más elevado concepto de sí mismos, interponen ironías que asumen tan inteligentes que les hacen olvidar los más básicos principios de una conversación no ya constructiva, pero por lo menos civilizada, y no solamente de forma (¿alemán, alguien?), sino de fondo. Están más preocupados en refutar que en escuchar, y ni hablar de considerar los argumentos con los que uno supone que no va a coincidir. La imagen mental del interlocutor es mucho más importante que lo que dice.
Así llegamos al día de las víctimas. Nací hace (invierno más, invierno menos) medio siglo y me crié con mujeres igual, menos o más capaces que un hombre, dependiendo de a qué par considerara. En la facultad de ingeniería jamás noté ni el más mínimo sesgo de sexismo más que para decidir a qué baño entrar en las pausas, y en todos los trabajos que tuve se le pagaba a cada persona por su capacidad, no sus genitales. Esa es mi experiencia, y es lo que observo a mi alrededor. Me resulta fuera de toda comprensión el porqué me tendría que interesar en lo más mínimo si el profesional que me toma el pulso, me arregla el auto, o me enseña matemática tiene testículos u ovarios. Simplemente no lo entiendo. Como tampoco me interesa la tonalidad de su piel o sus preferencias sexuales. Haciendo un poco de esfuerzo en recordar, si una sombra de machismo puedo evocar es la de las mujeres sentenciando a los hombres a abrir una puerta, pagar una cuenta o cargar cosas pesadas; pero la que más me irrita es la afirmación de ser incapaces de hacer o sobre todo de entender algo por el solo hecho de ser hombre. Trabajé en casas de ropa, mensajerías, correos, pizzerías, restaurantes, hoteles, oficinas, inmobiliarias... y nunca, ni siquiera en conversaciones exclusivamente entre hombres, escuché a alguien decir que una mujer no podía hacer algo por ser mujer. Que las mujeres en general eran mejores o peores que los hombres en general para alguna tarea, sí. Chistes también, de mujeres y de hombres, sobre mujeres y sobre hombres. Curiosamente, mirando atrás, sí recuerdo mujeres escudándose en su sexo para arrogarse facultades, prebendas, privilegios y prioridades. A la mayoría nos gustaría tener un Maserati en lugar de un VW Polo, pero pocos asumen el hecho de que el juego de discos de freno cuesta €2500 en el primero y €110 en el segundo.
Y acá estamos. Hace dos días se celebró (?) el día de la mujer y todavía hay artículos en los diarios haciéndoles el juego a esas víctimas profesionales, que son capaces de escribir que un micromachismo es cuando, en un restaurante, al traer la cuenta, se la dejan al hombre y no a la mujer, porque él es el proveedor y ella una mantenida. Está bien suponer cosas, elucubrar posibilidades, sopesar teorías. Lo que es soberanamente estúpido es asumir que esas suposiciones son ciertas, sin lugar a error. Otra interpretación igual de válida es pensar que a él le imponen la obligación de pagar y ella se aprovecha. Una más sería que él intenta impresionarla con su estatus y ella vende su compañía y favores. O sea, se prostituye. Si ella disfruta de la compañía de él, es irrelevante. Ella es la princesa y él debe matar dragones y agradecer a los dioses por el honor de pasar dos horas escuchándola criticar los zapatos de Mirtha Legrand.
Por supuesto que el análisis del párrafo anterior no es objetivo e inapelable, sino una exageración de negarse a considerar otros puntos de vista, a partir de los cuales podemos ponernos a discutir la validez, seguramente no absoluta, de cada alternativa.
Hace poco se discutió en el parlamento argentino el tema del aborto, y afuera del Congreso se juntaron grupos a favor o en contra, a la postre tan anancefálicos unos como otros, con argumentos paupérrimos y que no contribuyeron en absolutamente nada a lo que uno, como ser pensante, pueda agarrarse para educarse y formarse una opinión. Los que mirábamos a los reporteros tratando de sacarles algo medianamente razonable a unos y otros, quedamos como estábamos al principio de todo el circo.
Las primeras esgrimían el derecho a decidir sobre su cuerpo, cosa que jamás estuvo en discusión. Es cosa tuya si querés hacer de tu culo un jardín y dejar que un desconocido se masturbe con tu cuerpo, pero tus acciones tienen consecuencias. ¿Cómo? ¿Que el padre se borró? Hubieras elegido mejor antes de abrir las piernitas, corazón. ¿Que estabas borracha? ¿En serio te tengo que explicar?
Los segundos, mientras tanto, recitaban padrenuestros, lo que a mí me resulta equivalente a esos documentales de la National Geographic donde unos africanos con taparabos destripan un pollo, se pintan la cara con la sangre y bailan alrededor de una fogata con el fin de hacer que llueva. ¿Querés creer en duendes y hadas? Power to you, pero en privado. No me impongas tus creencias infundadas y obligues a los demás a basar las políticas de Estado en tus delirios.
Otra de las muchísimas gansadas que surgieron como consecuencia de este sinsentido es la idea de priorizar la diversidad por sobre los méritos, exponente máximo de lo cual son los cupos, en los cuales mujeres estúpidas e incapaces de acceder a un puesto son discriminadas e impuestas en tal posición; una especie de premio por participar, un comunismo de género. No importa tu mérito, importan tus genitales. Si estoy volando y por la ventanilla veo un motor incendiándose, me interesa el culo de una mosca si al frente del aparato está un hombre, una mujer o un mono capuchino: quiero a alguien capaz de aterrizar de una pieza. Y creo que hasta algo como Leonor Silvestri estaría de acuerdo. Espero no estar sobreestimándola, -lo, -le... Y por ahora dejo el tema de la ideología de género, el lenguaje inclusivo y demás pestilencias.

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