miércoles, 3 de marzo de 2021

flores extrañas

Viajar en moto es lo mejor que se puede hacer con la ropa puesta.
Ahí está. Lo dije.
Pero ¿por qué? No sé. Veamos...
Cuando se anda en una moto alucinante como la que yo tuve la suerte de haber podido comprar, el resto del mundo se hace de alguna manera "inferior". No en todo, obviamente: no soy mejor persona, ni más lindo, ni más joven, ni me cura el cáncer o la idiotez. Pero esta guacha es superior en todo lo que incluya el moverse de A a B, con la única condición de que haya pavimento entre ambos: más cómoda, más rápida, más capacidad de carga, más confiable... y el puto Remus Hexacone que le puse suena como el dios enojado que lleva dentro. No es la mejor en ningún rasgo específico (una Goldwing es más cómoda, cualquier RR es más rápida, una bicicleta es más barata, etc.) pero está a un pelo de la mejor en cada aspecto y como combinación es imbatible. Y no hablo de esto para sentirme mejor y tratar de convencerme a mí mismo por el gasto que hice y hago para obtenerla, mantenerla y usarla, sino por experiencia. Tuve la suerte de tener un trabajo que me permitió, casi me obligó, a probar todo lo que tenga dos ruedas (hasta un Segway) y para mis necesidades e intereses, esta moto es la mejor. Claro que los gustos, decía un caballero, son como los ortos: cada uno tiene el suyo.
Viajar, ya lo sabemos, es bueno para el alma. San Agustín escribió que el mundo es un libro, y aquellos que no viajan se quedan apenas con una página, y tenía razón. Conocer cómo vive la gente en otros lados nos permite apreciar lo que tenemos y reconocer lo no tan bueno. Vemos paisajes, arquitectura, logros y errores, comida, formas diferentes de hacer las cosas, nos comunicamos... expandimos nuestros horizontes.
En mi caso personal, viajar me pone en un contexto en el que permanezco de alguna manera "aparte" de la gente. Soy visitante momentáneo, transitorio, sin vínculos ni historia. Sin prontuario. Llego con los ojos abiertos y dispuesto a absorber casi todo con curiosidad, sin prejuicios, sin rencores acumulados, frustración, preconceptos de lo que las cosas tienen que ser. Eso me da paz y me deja disfrutar lo que salga, como los gritos de la vecina a las 6 y media de la mañana despertando a los chicos (y a mí) para que vayan al colegio, o el canto de los pájaros, o el tránsito, o hasta alguna comida "rara" o que me perdí en la traducción y terminé comiendo puré de papa con queso de postre en un McDonald's de Praga. Cuando uno viaja y tiene la cabeza abierta a lo nuevo, las dificultades se transmutan en anécdotas divertidas.
No quiero entrar acá en los porqué, pero el hecho es que soy una persona enojada. Estoy enojado con la vida, tengo furia, frustración, rencor, y eso me pone tenso y me hace agresivo. Soy sensible e intenso y de chico me reprimieron en lugar de enseñarme a manejar mis sentimientos, que son fuertes y muchos. Hoy, mi cableado está como está y mis intentos de comportarme de forma más calmada requieren un esfuerzo agotador. Tengo que estar permanentemente atento a no sobre reaccionar a la agresividad de los demás, sus descuidos, su ignorancia, su brutalidad, e incluso a la suerte misma. Se me cae algo, pierdo en un juego de computadora, se me cruza alguien... y me pongo furioso. Con los años y la experiencia eso va aflojando, pero a igualdad de condiciones siempre estoy 2 o 3 escalones más enojado que otra persona en la misma circunstancia. Es lógico y está bien sentirse frustrado; el tema es qué hace uno con eso, cómo lo procesa, y en lo que deriva.
Viajar en moto significa estar solo durante horas, días, semanas, con mis propios pensamientos, recorriendo el jardín de mi mente y reconociendo esas flores extrañas que ahí crecen, a veces en los rincones, a veces en el medio de la fuente con el querubín tocando la trompetita. Ese estar solo en lugares nuevos también me da la posibilidad de disfrutar del anonimato, de la falta de prontuario, de un nuevo comienzo. Y como generalmente la estadía es de unos días, me voy antes de que se pudran las cosas, antes de que ese pajarito hermoso que me despierta con su canto se transforme en un hijo de puta que lo quiero al horno con papas porque no me deja dormir. Algo así como la historia del santiagueño que se muda a Canadá. Los viajes en moto son una sucesión de lugares hermosos unidos por rutas alucinantes, durmiendo en lugares que huelen fantástico y comiendo cosas nuevas y ricas. No hay un puto adjetivo malo, es todo positivo. Y el enojo se disipa y ya no tengo que esforzarme en controlarme y puedo disfrutar la vida y a mí mismo. Perfecto.
Cuando fui de Macedonia a Kosovo llovía como la gran siete y tuve que manejar tan despacio que tardé más de 3 horas en hacer los poco más de 100 km que hay entre Skopje y Pristina, y eso que el cruce de la frontera tomó un par de minutos. Y sin embargo, me acuerdo mucho más del tiramisú que me comí cuando llegué, que de si me entró agua en las botas o no. Cuando fui de Avignon a Saint-Tropez pasé por una de las rutas más lindas del sur de Francia, pero cuando estaba por llegar llovía tanto que tuve que ir a 20 km/h en algunos tramos para no seguir de largo y terminar en el fondo de un valle. Misma historia en la SP226 de Busalla a Laccio, tanto que en un momento tuve que parar y esperar a que amainara. Conclusión: la ruta era tan hermosa que tengo que ir otra vez, cuando haya solcito.
Es simple: cuando uno no quiere hacer algo, encuentra una excusa, y cuando quiere hacerlo, encuentra la manera. ¿Llueve? Voy más lento esta vez y vuelvo otro día, o estaciono abajo de un árbol y disfruto del momento de contemplación, o llamo por teléfono a alguien que extraño, o leo uno de los libros que llevo en la mochila. Andar en moto me predispone bien, me hace escapar de mí y de mis problemas, me da una plataforma más poderosa que el 99,9% de las otras, me ubica en un espacio mental donde mi vida está bajo mi control (mi muñeca derecha), me transporta a un lugar donde la estupidez humana no tiene visa, y sobre todo no me siento enojado y no me cansa ser yo. Como esa línea que dibuja el dinero y separa a los locos de los excéntricos, mis pensamientos me hacen raro bueno en lugar de, como siempre temí y me metieron en la cabeza (o al revés), raro malo. Y las flores extrañas de mi mente huelen rico.

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