jueves, 28 de abril de 2022

queridos humanos

Estoy solo. Solo, solo. Sin novia, casi sin amigos en el mismo huso horario, ni hablar el mismo código postal. La mayor parte de mi familia está muerta o no desarrollé, ya desde chico, relación con ellos, como todo lo que es la parte paterna. Mi padre se borró de mi vida cuando yo tenía unos 5 años, y mi abuela materna se dedicó todo el resto de su vida a envenenarme la cabeza, el alma y la existencia; a mí y a cuanto la rodeara. En realidad, "todo el resto de su vida" no es exacto: en algún momento me cansé de que me insultara y le pedí que no lo hiciera más, y como reaccionó como la imbécil que era y muy dramáticamente me dijo que me fuera de su casa, le pregunté si estaba segura, y cuando me dijo que sí, no volví a verla nunca más. Incluso después de años, cuando le consulté a mi mamá si valía la pena ir a visitarla, me dijo que no, que era una pérdida del tiempo. Nadie la lloró cuando se murió, y nadie la extraña. Un asco de ser humano, que lo poco de bueno que hizo por los demás se dedicó a recriminárnoslo (no puedo descular si esta palabreja realmente lleva acento).
Ese episodio fue la primera vez en mi vida, o por lo menos la primera vez relevante, que antepuse mi respeto por mí mismo a la necesidad de caer bien, a su vez originada en una autoestima destruida por, justamente, mi abuela.
Mi mejor amigo en el tiempo que pasé en Suecia, y algo menos después de que me mudé a Alemania, era un poco irresponsable con el contacto y terminé "divorciándome" de él. El detonante fue que cuando le dije que me iba de Alemania y volvía a Argentina, tardó 3 semanas en contestarme. Lo cual, según los último estudios científicos, son más o menos 2 semanas y 6 días más de lo recomendable. Aunque suena trillado: no fue la primera vez que hizo eso, pero sí la última. No me enojé, simplemente le expliqué que eso no me servía y le deseaba lo mejor.
Un flaco con el que compartía el departamento en Múnich me insultó por pedirle (de maravillosa manera, cabe aclarar) que baje un poco el televisor. Eran las 11 de la noche y con paredes de construcción en seco se escuchaba como si yo fuera un personaje más en la película. Esa sí fue la primera vez que lo hizo. También la última. Después de eso se comportó como una basura, evidentemente contenido durante los 3 o 4 años de emular un ser humano, o por lo menos esa fue mi teoría. Se dedicó a eructar muy alto a cualquier hora de la noche (cosa que me hacía reír mucho), dejaba cosas que se pudrieran en la heladera, dejaba la puerta del balcón abierta (con 4° bajo cero, nevada o lluvia), o guardaba ollas o platos sucios, sin lavar.
A principios de los 90, cuando salí de la secundaria, me mudé a Buenos Aires para empezar a estudiar en la universidad, pero no tenía otra forma de sostenerme que trabajando. Estaba en una oficina y había una compañera que en verano, con 37° afuera y 27° adentro gracias al aire acondicionado, insistía en abrir la ventana "para que corriera aire". Esto fue hace treinta años y todavía no le encuentro una explicación fuera de que tenía un cociente intelectual de un dígito o una resistencia titánica a usar el cerebro por dos segundos. Con esa no me peleé, pero pasé calor al divino pedo, y la peor parte es que ella también.
En la plaza donde suelo ir con Perro me encuentro regularmente con muchas personas, entre ellas uno que me vio cómo un perro sin dueño atacó al mío, y cuando intenté ahuyentarlo me mordió a mí también, lo que no me dejó otra salida que sacarlo de una patada, porque no había forma de que dejara de atacar y para no arriesgar a que me mordiera otra vez. La cuestión que el tipo se ofendió y se fue, y cuando me vio la siguiente vez me amenazó con pegarme, a pesar de que yo con toda la calma del mundo le expliqué que ese perro me mordió y estaba defendiendo al mío. Su veredicto: inventé la mordida. Supongo que me encantó pasarme tres días en cama con 38° de fiebre por la reacción a la puta antitetánica, y rogar que el perro no tuviera rabia porque esa vacuna sí es jodida. Como agregado, mientras el gorila ese me amenazaba, a un par de metros estaba uno mirando todo, con el que muchas veces charlé y me pareció de lo más agradable. Y no movió un puto dedo. De veras que no entiendo, no me entra en la cabeza.
Esto es apenas un rasguño de la lista de los ejemplares con los que me crucé en mi vida. De chiquito aprendí que estar solo es, como mínimo, menos arriesgado. El prejuicio y la arrogancia son hijas de la estupidez, y eso abunda más que el hidrógeno. Con mi capacidad de observación y sensibilidad (genial combinación) el miedo a los demás se instaló en mí desde muy chico, y me acompaña en todo lo que hago donde haya otras personas involucradas. Rara vez se me pasa y ahí está la magia cuando sucede. En una mujer, al margen de atraerme lo físico o las cosas en común o el cariño que pueda darme, el no sentirme amenazado, o todavía mejor, el sentirme protegido, a un nivel subconsciente me predispone mejor. Y supongo que no soy el único.
Como sea, cada mañana salir de mi dormitorio siempre significó un desafío, el de enfrentarme a seres que no dan la talla. Mi madre, como contaba, nunca tuvo que mover un dedo (ni la dejaron, pero esa es otra historia en la que ella fue víctima y, a partir de un punto más bien temprano que tarde, cómplice) para tener garantizado un plato de comida y un techo, y sin embargo se queja de cosas que no solamente no son motivo de queja sino de agradecimiento para el 99% de la humanidad. Mi hermana es prácticamente el motivo por el que hago tanto esfuerzo para aprender a discutir constructivamente, ella el 99% de los humanos. En las rarísimas instancias en que me encontré con gente más interesada en llegar a la verdad que en imponerse a los demás (confía en los que buscan la verdad, no en los que dicen haberla encontrado, dijo André Gide), me aferré a ellos y me adapté a sus imperfecciones, algo siempre difícil para este loco yo, algo en lo que trabajo constantemente. Miedo, miedo, miedo. ¿Qué pasa si acepto esas imperfecciones? ¿A qué me arriesgo? ¿Cuál va a ser el daño? ¿Cómo me protejo? Demasiado, siento.
Quisiera haber terminado esto con esa última oración, pero no puedo. Una vez más tengo que dedicarle algo a Perro, que una vez más (y van...) esta mañana me enseñó una lección de amor, humildad, nobleza, y me muestra con el ejemplo a lo que puedo aspirar. Gracias, bombón.

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