miércoles, 4 de septiembre de 2024

hoy es Malta

Desde que volví a Argentina tengo a veces una especie de flashbacks que dependen de las circunstancias. No podría explicar bien la conexión entre las imágenes que se me disparan como fuegos artificiales en la cabeza y lo que estoy viviendo en el momento, pero siempre se remiten a lugares donde estuve y a sentimientos específicos que me generaron esos lugares, aunque no estoy seguro cuáles, que me los revive un detalle ínfimo de lo que me pasa hoy. Vienen sin aviso, sin estados de ánimo específicos, pero son en su mayoría positivos y, no casualmente, en Italia. Sicilia, Cinque Terre, Florencia, los Alpes, Lago di Como, di Garda o di Carezza. No tan seguido, pero me genera un enorme placer, la Provence, en el sur de Francia. Esta es fácil: fue tranquilamente uno de los mejores viajes de mi vida, peleando por el primer puesto con argumentos excelentes. Como lo mire, como me sienta ese día, cuando me suicide: el idioma, la comida, los paisajes, los lugares, los olores, las rutas, la moto, la compañía, el clima. Probablemente el único lugar donde elegiría vivir fuera de Italia. Y esta mañana, por algún motivo, se me cruzó Malta por la cabeza, en particular la bahía de Mellieha, con sus botes de colores y su luz del atardecer.
Estas imágenes que me asaltan de vez en cuando son una belleza, y al mismo tiempo que me inundan con recuerdos hermosos me hacen sufrir el contraste con este proyecto fallido de país en el que los argentinos han convertido a Argentina. Esta catástrofe en la que vivimos, este moco social resultante de cagarnos sistemáticamente en las reglas, hace la convivencia y la vida en general algo impracticable. A los constantes bocinazos, las alarmas de autos, casas, comercios o edificios, los insultos, los escapes ruidosos, los pitidos de las cocheras o de los camiones en reversa trabajando a horas no habilitadas, la música de mierda (porque, aunque a deshoras y a todo volumen sea apenas un poco menos molesto, ni por putas Vivaldi) y las fiestas de madrugada, con sus carcajadas y gritos, ahora se suman los 2 perros de una vecina que los deja casi todo el día en el balcón y le ladran al pasto crecer. O su dueña, cuando invita gente y se ponen en el mismo balcón a charlar y reírse como si estuvieran solas en el sistema solar, tomar y apestar a los vecinos con marihuana. Eso es vivir con argentinos.
Vivo frustrado, lo cual es muy dañino y mi hígado me lo recuerda constantemente, y quién sabe qué más se está cocinando. El problema es que honestamente no logro distinguir si soy yo el intolerante o estas cosas son realmente intolerables en una sociedad civilizada y donde el concepto de el prójimo tiene alguna vigencia. Entonces, me persigo pensando que exagero, y no ayuda el que mucha gente, casualmente argentinos, me rompe las pelotas con esto. Seguramente es un poco de ambas, pero mirando un poco lo que es vivir en Argentina, cómo se llevan entre ellos y cómo se joden la vida a sí mismos y a los demás... da para pensar que mi contribución al problema, mi intolerancia, es el menor de los factores.
En esa línea, el otro día escuché una comparación que me dejó pensando: decía el viejito con aspiraciones de Yoda mezclado con San Pedro, que si tuviera una pila de u$d 86.400 y alguien pasara y se llevara u$d 10, ¿tendría sentido impedirme disfrutar de los u$d 86.390 restantes? Por supuesto que no, y de ahí extrapolaba diciendo que uno no debería dejarse amargar el día (que tiene justamente 86.400 segundos) por un idiota que nos ensucia 10 segundos. A primera vista parece razonable, pero al mismo tiempo me hizo ruido la extrapolación. Hasta que me di cuenta de que el tema es que uno no se amarga por 10 segundos y después la vida se reinicia y sigue. Gente como yo no se enoja porque alguien que viene por la izquierda con el auto en una esquina pasa primero. Es cierto que esa interacción dura 4 segundos y ya. Uno se enoja porque sabe que alguien que pasa cuando no le toca no lo hizo esa vez y el resto de su puta vida es un law abiding citizen, sino un reverendo sorete que vive cagándose en las reglas, es decir, en el prójimo, y que esa es una de mil que va a hacer ese día, y que como él hay otros 46,9 millones de los 47 millones de habitantes que tiene este pobre país. Eso es lo que amarga no solamente los 86.400 segundos del día sino la existencia de los que nos jodemos haciendo la fila mientras los colados pasan primero. Y no es porque nos afecte personalmente, sino porque sabemos fehacientemente lo bueno que es para todos actuar con consideración al prójimo. Pero ya me siento un lorito que, además de repetir como un imbécil lo que ya dije mil veces, ya debería haber entendido que mejor irme y listo. Estoy poniendo este país ahí donde puse mucho más rápido a Alemania, que cada vez que despegaba de Múnich para venir a pasar las fiestas pensaba que si mientras subía el tren de aterrizaje explotaba una ojiva nuclear y se los llevaba a la mierda, lo que iba a lamentar era la moto.

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