A veces, como ejercicio mental o de puro masoquista, intento plantear las cosas como si estuviera explicándoselas a mi hermana. Ella es una mina con un carácter explosivo pero un lado muy dulce. Cuando éramos chicos me defendía a muerte de los demás, y después me daba con un garrote en privado. Era como que defendía su coto: yo era exclusivamente suyo para vapulear. Esto es típico de buenos hermanos, creo. Me encanta. A veces duele el garrotazo, pero es también un gimnasio de paciencia.
Otra cosa que tiene ella es que salió una vez a tomar un café con un flaco, y después conoció al que hoy es su marido. Esa es toda su historia en ese rubro, y se le hace difícil seguirle la pista a las complicaciones que sufrimos los que estamos en el mercado de citas, navegando entre la desesperación y la idiotez, propias y ajenas. A ese paisaje se le suma la deshonestidad, hacia uno mismo y hacia los demás, pero ese rasgo sí puedo decir que es puramente ajeno. En lo personal, con todas mis imperfecciones, cultivo la verdad. Una de las pocas cosas de las que estoy seguro y orgulloso, más allá de la depresión, la situación social y política de mi país, mi historia personal y cualquier otra excusa que esgrimen los que son cuestionados cuando los agarran in fraganti siendo deshonestos.
Así que esta hermana mía a veces queda un poco descolocada cuando le cuento lo difícil que me es conocer a alguien, y mucho más formar un vínculo que valga la pena. Pero tiene algo a su favor y es que me quiere mucho, y por eso se calla y escucha con interés lo que le cuento y le da vueltas en su cabeza. Nunca fue su fuerte entender los sentimientos de los demás y cambiar de opinión le es... dificilito, y eso es lo que justamente me causa admiración, porque entiendo que es un esfuerzo grande para ella aceptar lo que le digo y adoptarlo como verdad.
Todo esto para volver al principio y retomar lo de que a veces me planteo cómo le explicaría a ella ciertas cosas, y he aquí esta: si fuera más expresivo, si tuviera comunicación y libertad total para dejar que el mundo viera cómo me siento por lo de estar solo y por el miedo de seguir estando solo, gritaría. Lloraría, pero no un llanto estoico sino sollozando en el piso en posición fetal, con lágrimas y mocos y desconsuelo, sin ánimo ni fuerza para pataleos o histrionismos. Una cierta dignidad, aunque a solas, por supuesto. Un llanto rebozando tristeza y lástima por mí mismo y quizás también por la persona para la cual yo sería ideal pero tampoco me encuentra a mí. Lloro porque no tengo a quién atesorar, que sea la motivación para evolucionar hacia una mejor versión de mí, más cercana al hombre que me gustaría ser. En ese llanto hay un "por qué" subyacente, como si el mundo supiera la respuesta. Como si la hubiera. Para eso se necesitaría un dios titiritero y que dictara el destino. O yo tendría que ser una reencarnación de alguien malo y este capítulo es el de mi expiar las culpas por lo cometido en vidas pasadas. No lo sé.
Este llanto del que hablo, como no sucede porque no hay un detonante (el disparo a la mamá de Bambi, el pitido constante del monitor cardíaco de ET) que me haga echarme a llorar aportando ese empujón inicial que necesito para que mis tripas se aflojen y mi tristeza se libere, está permanentemente presente, en cada cosa que vivo y hago. A veces, casi siempre, me meto en la ducha y cierro los ojos para que el chorro de agua caliente me caiga en las cervicales y me haga olvidar ese sentimiento, que lo apague como la música alta apaga los ruidos de los vecinos teniendo sexo. O cuando salgo en la moto, y la aceleración mata cualquier otra cosa (las frenadas y las curvas también, pero de eso no hay en la pampa y alrededores). La comida también ayuda, el cafecito en un lugar lindo, siempre y cuando no haya, como en este momento, una parejita estúpida agarrándose las manos. Desconsiderados.
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