Hay una película un poco vieja (1993) que en castellano la titularon "Hechizo del tiempo" o a veces (y más fielmente al título original en inglés) "El día de la marmota", protagonizada espectacularmente por Bill Murray. Me salteo una sinopsis porque seguramente todo el mundo la vio y el que no... ¡debería! En fin, el otro día estaba tratando de explicarle a alguien qué es lo que estoy haciendo con mi vida en este momento y me vino a la cabeza esa película. Pensándolo un poco, es perfecto, casi como que busqué que me pasara. De hecho me acuerdo que cuando la vi pensé en cuánto me gustaría que a mí me pasara algo así: estar varado en un lugar, de una manera preso pero al mismo tiempo libre, en una forma totalmente distinta a lo que uno cree que es la libertad, esas situaciones donde uno acepta las circunstancias con filosofía y hace lo mejor que se puede, o se rinde y se pierde una oportunidad espectacular.
La diferencia con Phil, el protagonista, es que yo buscaba esto, así que despojado de los delirios de grandeza con que él comienza, no me tomé una licencia de las reglas que dictan que todo tiene consecuencias y me dediqué de lleno a lo que vine a hacer: curarme, reencontrarme, tranquilizarme, indemnizarme, dedicarme a mí mismo en lugar de usarme y al final tratar de dejar atrás lo que me hizo daño y solamente llevarme lo que me agregó. O sea, progresar. Y estoy teniendo éxitos.
Hoy salí a disfrutar del sol un poco a pie y otro poco caminando, y terminé en la playa de Castel di Tusa, 25 km al este de Cefalù, con la moto descansando a la sombra y yo con las patas desparramadas y leyendo un libro. Las cubiertas están para tirar y como desempleado no quiero reventarme €300, así que para estirarlas un poco estoy manejando como una ancianita yendo a la iglesia el domingo, que se traduce en un placer total y en la avergonzante experiencia de que me pase hasta el heladero.
Así que tirado así como estaba se me cruzaron un par de cosas por la cabeza que, si no hubiera logrado aprender a apreciar los buenos momentos de la vida, hubieran pasado sin pena ni gloria. A saber:
- encontré partes de mis orígenes, en Lipari, para ser exactos. Me estremece de pensarlo. De todos los lugares del mundo con los que me gustaría sentirme identificado, de los que me gustaría ser parte, donde me gustaría que me enterraran (y no solamente por antojo sino por pertenencia), Lipari es más lindo que todo el resto, por afano.
- manejé con mi moto en París. Ya lo sé, es una tontería, pero París es una ciudad alucinante, y ahora que lo pienso, lo mismo con Roma. Me di una vuelta alrededor del Coliseo de puro alucinante que es pensar en lo significativa que es esa ciudad para nuestra civilización, y en lo afortunado que soy en poder haber hecho algo así. Lo de París, sin embargo, me quedó más marcado y me acuerdo la sonrisa de oreja a oreja y la cara de estúpido que tenía cuando lo hice. Me acuerdo que estaba tan atontado mirando la torre Eiffel por encima del tablero de la moto, que la bocina del auto de atrás me sacó de mi trance y me hizo darme cuenta que el semáforo se había puesto verde.
- mi sobrino me vomitó encima. Así es, el cretino tenía apenas unos meses y fui a casa a pasar las fiestas. Mi hermana me lo pasó con la advertencia de que recién había comido y no lo inclinara (como si me hubiera pasado una pecera). Dicho y hecho. Subimos, me cambié la remera, lo tomé otra vez a upa, y otra vez me vomitó. Alguna vez aspiro a devolverle el favor, pero por ahora tiene nada más que 10 años y temo que no va a apreciar el chiste.
- anduve a 292 km/h en moto. Manejé un auto de €200 000. Conocí, charlé, interrogué, compartí un café (a solas, todo para mí) con el cerebro detrás de un auto de dos millones de euros. Metí mi nariz en el múltiple de admisión de un auto de Fórmula 1 durante el primer encendido, en donde se hacen. Piloteé un avión. Nadé en Oslo con un frío que cuando salí del agua hubiera sido de lo más desafiante identificarme como hombre.
- compartí una cena en una terraza al mar en una colina en Sicilia, durante el atardecer, con un músico-terapeuta alemán y una directora de escuela suiza, ambos dos seres humanos que en muy poco tiempo se han ganado mi cariño y aprecio intelectual y humano, que parecen disfrutar de mi compañía, y con los que me dí el gusto de discutir dónde reside, si la hay, el alma. Todo mientras compartíamos aceitunas, vino, pan fresco, pescado a la sartén en aceite de oliva, limón y hierbas. Y pasticcini de postre. Y había estrellas fugaces. Y las islas Eolias deseándonos las buenas noches.
No solamente la estoy pasando bien; también estoy disfrutando los momentos que pasé, que me dice un pajarito que es incluso más importante.
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