Creo que, de a poco, a ritmo tectónico, digamos, estoy empezando a entender la magnitud de mi problema para encontrar pareja, los factores que juegan en mi contra y, peor, lo difícil de solucionar esas cuestiones, por más identificadas que las tenga.
Para la edad que tengo, hace demasiados años que cumplí con los objetivos que me había planteado para mi vida: títulos universitarios, seguridad económica, bienestar, salud, relaciones profundas, aunque fueran pocas. De la corta lista de cosas que me están faltando, la número uno es, ya lo dije 800 veces (hoy), una relación de pareja. Una novia. Un huesito que roer. Una compañera, una amiga. Mi amor, mi cómplice y todo (gracias, Mario Benedetti). La falta de esto no se reduce a celebrar el 14 de febrero mirando Rambo VIII solo en la computadora y cenando pizza a domicilio; me frustra y me deja demasiado tiempo para mirar todas las porquerías de la vida y macerarlas en mi cabeza hasta el cansancio. Hasta que me arruinan el hígado, los músculos del cuello, el día, el mes, el año, la década. La vida. Soy el cochino autor de mi desgracia.
Lo hablaba anoche con un amigo en similares, no idénticas, circunstancias. Mi trabajo no implica interactuar con gente más que el jardinero (no es mi tipo), la señora que limpia (menos), y mis clientes, que vienen de otras ciudades y en la gran mayoría de los casos en pareja. No voy a clases de nada (idiomas, corte y confección, cerámica...), no vivo en una residencia estudiantil o algo por el estilo, no voy a un gimnasio ni hago actividades grupales mixtas como salir a correr, escalada, fotografía (¿en Mar del Plata?), etc. Realmente, no sé qué hacer para torcer esto de alguna manera, para tener algún aspecto en mi vida que involucre conocer gente. Cuando terminó la pandemia, corrí a la Dante a inscribirme a un curso de... italiano, obviamente, y era un geriátrico. Yo era, por década y media, el más joven de los 14 asistentes: un señor y 12 señoras que hace rato que se jubiló la más joven de ellas. Como coto de caza, mejor inscribirme a un curso para aprender a tocar el piano por correo.
Mis ideas románticas tampoco tienen cabida, parece, y menos si se combinan con mi timidez, inseguridad o lo que sea. Desde adolescente apelé a atraer a una mujer compartiendo algo (clases en la facultad, pileta, clases de italiano en Sicilia, paseos de perro) y lograr acercarme lentamente al tiempo que iba conociéndola, hasta que finalmente la atracción era innegable. Me cuesta horrores considerar la posibilidad de gustarle a una mujer, y siempre quise estar seguro antes de dar un paso en falso, algo de lo que no se vuelve, como besarla. Y siempre me salió bien. Pero ahora no tengo, literalmente, mercado. No conozco mujeres. Así de simple. Se siente como si fuera un ladrón de autos en Venecia.
La situación del país no ayuda. Estamos todos con los pelos de punta, estresados y eso se suma a la epidemia de estupidez que propagó el mal llamado feminismo, con su guerra mal dirigida contra un objetivo inexistente.
La mujer argentina parece ser particularmente afectable por este problema, sumado (sospecho también que hay, como mínimo, una correlación, sino una relación causa-efecto) a su neurosis y aires de princesa. Se me hace muy difícil refutar lo que proponen algunos sobre que las mujeres implementan el feminismo como una especie de buffet, donde se atribuyen el derecho a decidir qué aspectos adoptar y cuáles rechazar (ella vota, maneja y trabaja, pero él paga). Este nivel de deshonestidad y estupidez, de dolo, a cualquier hombre con un mínimo de dignidad se le hace muy cuesta arriba pasar por alto. Hace tiempo que juego con la idea de que la sociedad argentina cultiva a la mitad de su población para ser de esa forma, plantándose en princesa (inútil, indefensa y cara), al mismo tiempo que le otorga privilegios y expectativas de pleitesía que son absolutamente inmerecidos e injustificables. Generaciones y generaciones de mujeres convencidas de que sus pedos huelen a Chanel n°5 y lo tuyo es mío y lo mío es mío.
Reexaminando a mis abuelos maternos, cosecha 1912 él y 1918 ella, de la pareja, ella era muchísimo más machista que él. A primera vista, mi abuelo era machista pero asumía todos los aspectos del asunto. Mi abuela, no, y cultivaba todos los aspectos negativos. Mi abuelo, en realidad, además de que respetaba a las mujeres (demasiado, para mi gusto, porque las creía intocables) antes de llegar a ser un asco de machista, en lo que creía era en una especie de división de poderes, como en el Estado. Son innumerables los sábados que íbamos a visitarlos y él estaba con un delantal y la enceradora, por dar un ejemplo. Y me lo dijo explícitamente en algún momento, cuando yo todavía no sabía dividir números de 3 cifras. Creía genuinamente que la mujer tiene su lugar en la pareja, en el trabajo, en la vida, y otro tanto el hombre. Esa era su visión. La de mi abuela, la de poder decir y hacer cualquier cosa y llevársela de arriba porque si alguno le pedía explicaciones, mi abuelo iba a saltar a defenderla. Crió dos hijos y llevó adelante un hogar... mmmmsé, con mucama. El cuadro que pinto es algo exagerado, porque cuando se casaron realmente no tenían ni para una aspirina, pero al poco tiempo ya estaban más que bien gracias a que mi abuelo se mataba trabajando, cumpliendo con creces su autoasignado rol de proveedor. Esto era hace casi 100 años.
Hoy, las argentinas tienen la expectativa de conseguir un tipo con todas las ventajas de mi abuelo, habiendo pulido cuanto pito se les antojó y sin aportar nada más que honrarnos con su presencia. Un asco. No sé si es mi amargura por mi persistente soltería, pero cada vez más tengo la sensación de que este es un juego del que no vale la pena tomar parte. Me entrené para ser un "mal jugador", lo cual implica cada vez más ser un buen ser humano, un buen hombre, no un galán que sabe leer entre líneas, que conoce las reglas y "lo que les gusta". No me interesa. Quiero empezar con una conexión genuina con una mujer, no con sus cavidades. Quiero cogerme su cerebro y que me coja el mío. Lo demás llega solo. Yo tengo el temple para poner el sexo a fuego lento mientras la voy conociendo, pero ellas (las santas, las vírgenes, las princesas) parece que no. Rompe las pelotas, esto. Y saca las ganas de invertir tiempo y esfuerzo, al punto de que la mitad del tiempo salgo con pantalones elastizados, remeras viejas, zapatillas sucias y calzones con agujeros. Qué vergüenza.
miércoles, 15 de mayo de 2024
de princesas
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario