sábado, 2 de noviembre de 2024

morir dos veces

Cuando vengo a un café, alterno entre leer y escribir, en función de mi estado mental. Puedo agarrar El Intruso, de Frederick Forsyth, o traerme la compu. Ese libro en particular normalmente lo leo en casa, y en el café la lectura consiste en libros de fotografía, pero esos se me terminaron (llegan dos por correo la semana que viene) y este es demasiado interesante para tomárselo con calma. Voy por la mitad de esta autobiografía de Forsyth y todavía no cumplió 30, y es increíble todo lo que vivió. "Unputdownable", escribió una vez un crítico pretencioso. Como si hubiera de otros. Pero le va a este libro. De hecho, cuando salía de casa era lo único que llevaba en la mochila, hasta que llamé el ascensor y me di cuenta de que realmente tengo mucho en la cabeza y quisiera plasmarlo, así que volví, metí la compu y acá estoy.
Estoy medio medio, y la razón número uno es la soledad, combinada con esta chica que veo (y, para ser honestos, que vengo a ver) en el café, y que no hace más que poner contraste entre lo que deseo para mi vida y dónde estoy. La frustración que me produce el hecho de que exista lo que busco pero en un paquete con fecha de fabricación demasiado reciente, es difícil de racionalizar y digerir sin más. Es como que le pone cara al concepto inmaterial de lo que quiero, confirma que sí existe, que no estoy loco con mis exigencias y expectativas, y hace que sea más fácil pensar en eso y, en consecuencia, también en lo que me falta. Y eso no puedo digerirlo. Me rehúso. Significaría darme por vencido y eso hace mal al alma, más, creo, que las batallas por conseguirlo. Para complicarla, en mi cabeza enseguida empiezan a aparecer las ideas de que soy horrible, que no me lo merezco, que nunca voy a ser feliz, que no tengo nada para ofrecer, y todas esas delicias de la tríada que forman mi mente hiperanalítica, mi autoestima de mosquito y su mejor amiga, la depre.

Dicen que morimos dos veces: una cuando exhalamos nuestro último aliento, y la otra cuando somos olvidados. Yo ya fui olvidado, y por ahora estoy acá sentado, respirando. Lamento escribir algo así de dramático, realmente pensaba que iba a estar más animado, pero esta semana fue algo frustrante y triste en algunos aspectos. Fue el segundo cumpleaños de mi mamá desde que no está, y se me disparó la tristeza hablando con Hermana. Pero lo que más me afecta, creo, es la camarera. Me siento como la marea y ella es mi luna: vengo a desayunar y el tono de su saludo determina cómo mi ánimo por varias horas. Me siento estúpido. Preferiría ser supermaduro y simplemente reconocer lo que significa en su correcta dimensión y seguir con mi vida. ¡Ja! No can do.
La situación me hace acordar a cuando tenía unos 12 o 13 años y empecé a nadar, algo así como un año después de mi operación de columna, y conocí a Paola. Tenía mi edad o unos meses, quizás un año, de diferencia. Me embobé. Era la edad perfecta para eso y no tenía con quién hablarlo, alguien que me orientara, que me ayudara a canalizar y desarrollar lo que me provocaba física, mental y emocionalmente, de una manera saludable y menos obsesiva, más edificante. En retrospectiva, creo que fue perfectamente normal, uno de esos metejones de verano y ya. En mi defensa, yo era un coctel de hormonas y esa chica tenía un cuerpo extraordinario. Lamentablemente, era un excelente exponente del cliché que postula que lo que tenía de linda le faltaba de neuronas. Hoy trabaja atendiendo una zapatería (del padre, si no recuerdo mal) y el cuerpo que tenía se lo arruinó corriendo maratones.
Algo que adquirí en aquella época fue escribir. Agarré un cuadernito, como nos mostraban en casi cada puta película donde había un adolescente, y comencé a registrar pensamientos, vivencias, miedos, deseos y "enamoramientos". Eran mediados de los '80 y no había blogs, Instagram o siquiera internet, hasta donde puedo recordar. Apenas podíamos jugar al Pac Man en un monitor monocromo de fósforo verde o naranja. El hábito de escribir se consolidó finalmente con este blog, y se apuntala tanto en los sentimientos que me abruman como la necesidad de plasmarlos a modo de catarsis, moldeado, enriquecido, inspirado por todo lo que leo tanto de Borges como de Forsyth o de quien se me cruce y que tenga un poco de estilo esmerado. Me encanta, y mientras me dé la vista, el mundo tendrá que aguantar mis textos.

Ahora sí, me voy a comprar salmón, que necesito DHA y todavía no estoy del todo muerto.