Me levanto y voy casi corriendo hasta el balconcito de mi dormitorio y miro enfrente; más de una vez casi me paso de largo y voy a parar al agua. Y sí, no era un sueño, es Alicudi, la más septentrional del archipiélago de las Islas Eolias. La más chiquita y modesta, la menos habitada o visitada. El que me alquiló el departamento me dijo que cuando se ven las islas a la mañana muy claramente, el agua del mar no está tan transparente, y viceversa: si no se ven las islas es porque va a ser un día espectacular para bucear. Y en ocho semanas no le erró nunca la predicción.
Así parado en ropa interior y con medio cuerpo afuera, a la derecha veo el faro y el sol saliendo sobre el muelle del puerto nuevo. A veces hago fotos, a veces miro y me regodeo de placer, a veces tengo hambre y compiti, los deberes para el curso de italiano.
Bajo a ducharme. La ducha es más chiquita que una cabina de teléfono así que para lavarme los pies tengo que contorsionarme. Es lo único que no me gusta de este departamento. Pasado el trámite, me visto, agarro la mochila con la carpeta de italiano y salgo.
Un gato se ha tomado la confianza de dormir en el asiento de la moto, así que cada mañana la encuentro llena de pelos blancos. Mientras no me arañe nada lo dejo, pero si encuentro algo rajuñado ese gato va a ser Purina Gati. Igual lo saludo, pero de puro formal. No me cae bien; nunca me contesta, gracias si me mira de vez en cuando. Una vez ya lo saqué carpiendo porque encontré huellas de sus patas sobre el tanque.
Voy a la derecha hasta el principio de la calle, donde una señora ya grande barre un poco y el marido fuma y mira tele. Nunca los vi haciendo otra cosa. Y siempre con la puerta abierta. De ahí a la izquierda, camino 20 metros y doblo a la derecha, hago 10 metros y voy a la izquierda, a subir a la Piazza del Duomo. Este callejoncito es el más lindo, con un empedrado con un motivo romboidal y los balcones con ropa y sábanas colgadas que parecen que estuvieran ahí de decoración, como una planta de plástico. Y los faroles de alumbrado. Y las Vespa con los gatos durmiendo en el reposapies.
En la piazza queda el café de Yesica y Pablo, donde me cobran lo mismo que a los locales, o sea, el precio de la barra. Vincenzo, el mozo, ya sabe lo que quiero y apenas me ve doblar la esquina me grita ciao ragazzo! y corre a preparármelo: un cappuccino y una espiral con uva o al cioccolatto, porque la sfogliatella napolitana es más difícil de encontrar. Me siento a hacer los deberes de la escuela de italiano, que generalmente me llevan 15 ó 20 minutos, y como el curso recién empieza a las 9 uso el rato para leer un libro, aunque a veces Vincenzo me da charla mientras acomoda los sobrecitos de azúcar. Critica a los alemanes y más aun a los franceses, me aconseja a dónde ir con la moto, a dónde no, charlamos de la vida en Cefalù, la gente... en fin, lo normal.
Mientras tanto, en las mesas de alrededor los muchachos (el más joven hace mucho que se jubiló) analizan la vida y discuten si los ángeles tienen ombligo. Los turistas, a medida que agosto pasa al olvido, son cada vez menos frecuentes. O duermen hasta más tarde =P
Después me voy a la escuela. En 3 minutos cruzo el centro viejo y veo a los gatos en trance religioso mirando las carretillas de los pescadores llenas de mercadería pescada esa madrugada. Es alucinante ver a los sicilianos gritando sus ofertas a los cuatro vientos. También hay un par de horticultores con sus APE haciendo lo mismo, aunque sin la procesión de gatos. Van por el centro y sus clientes se asoman por los balcones y les bajan una especie de canasto atado a una soga con algo de dinero. El vendedor estaciona, prepara el pedido, toma el dinero y pone el vuelto y la mercadería en el canasto y la señora desde el balcón lo iza.
Los repartidores también pasan como abejas ocupadas, con pan (los de horno a leña son los más preciados), harina, pasticcini, y quién sabe cuántas cosas más. Al mediodía, cuando termina la lección de italiano, llega la dura tarea de decidir qué almorzar. Normalmente engaño al estómago con una arancina siciliana o una porción de pizza, poco pero a propósito, así dejo lugar para el helado de sete veli y vaniglia, no sea que se me arruine la figura.
Las tardes se reparten entre un paseo en moto por el interior de la isla, recolectando clavos con las cubiertas y fotos increíbles, o yendo a la playa, o a pasear sin rumbo fijo, a menudo con la cámara.
A la noche, si hay con quién, voy a un restaurante. Si no hay compañía, voy a un restaurante. Muy raras las veces que cocino o me arreglo con algo simple, aunque las hay. Pero más que nada me gusta relajarme y dejarme sorprender por lo que el cocinero de turno quiera preparar. Si estoy solo me relajo con un libro mientras espero la comida o el postre. El tiramisú lleva las de ganar.
A veces me junto con algunos compañeros a algún pueblo cerca para variar, pero Cefalù tiene oferta de sobra. Antes de ir a dormir no puedo evitar asomarme al balcón un rato, como para charlar con el mar, o asegurarme que todavía está ahí y hacerle prometerme que va a estar ahí a la mañana. Me acuesto con una sonrisa, y así me duermo.
4 comentarios:
Hola Martin, tenía rato de no visitarte, y fue un buen momento, me agradó mucho el paseo.
Saludos!
¡Me alegra! =)
Gracias por la visita. ¿Y qué pasa con lo tuyo? El blog está "medio" abandonado...
Yo sigo en Monterrey, Mexico, con mis hijos, Alexis dejó de ser niño para convertirse en adolescente (14 años) y Linda pasó a ser mayor de edad (18 años) sigo escribiendo pero mucho menos y algunas cosas las subo a mi Facebook.
Me agrada "leerte" bien, mejor.
Un abrazo.
¿18? Ya habrás comprado una escopeta de 3 caños, me imagino. A mi hipotética hija no la dejaría salir de casa hasta los 32.
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