jueves, 21 de diciembre de 2017
4, 7 y 11
Uno de mis mejores amigos en Argentina, de esos que uno puede llamar las 24 hs sin ninguna vergüenza ni miedo a recriminación, tenía un hermano. El viernes a la tarde se pegó un tiro. La mezcla de un arma a su disposición, alcohol y una depresión sin detectar fue más fuerte que tres hijas y una familia de adultos que no saben cómo llenar semejante vacío. Porque uno, como ser humano, está diseñado para enterrar padres y abuelos, no hijos, hermanos o amigos (no de 42 años).
En otro contexto esto ya sería una noticia devastadora, algo que a uno lo sienta de culo y lo deja ahí tirado hasta que... no sé hasta qué, recién pasó y ahora estamos todos mirándonos las caras sin saber siquiera cuándo parar de llorar. Pero en mi caso hay un detalle más: yo también tengo depresión. Ver un ataúd a dos metros de mí y a toda la familia llorar alrededor, no pude más que pensar que ese podría haber sido yo, y esa podría haber sido mi familia. Mirando atrás con la mayor honestidad que puedo, recuerdo todas las veces que pensé que nada valía la pena. Había momentos en que vivir dolía. Las tareas más minúsculas, como respirar o ducharse, parecían superfluas y sin sentido, que no valían la pena el esfuerzo, y que si todos íbamos a ser comida de gusanos, para qué molestarse. La comida no tenía sabor y el sueño era el único momento de descanso en el que podía quedarme inconsciente y olvidarme de que estaba sumergido en semejante miseria. Llorar, en ese contexto, llorar de dolor, o de tristeza o por empatía, era una promesa de un lujo que me parecía más lejano que una Ferrari (o una galaxia, para el caso) para mi cumpleaños.
Hoy todo eso es historia, fresca, pero historia. El miedo a una recaída existe, y por buenos motivos, pero tengo un arsenal a mi disposición para que no ocurra. Si ocurre, no sé lo que va a pasar; siempre predigo que una segunda vuelta no sobrevivo, así que hago todo lo posible para no verme enfrentado a eso, para no llegar a esa posibilidad.
Algo que contribuye a catalogar el 2017 como un año de mierda fue Novia, la cual me consumió esfuerzo, tiempo y recursos que podría haber puesto a disposición, si no mía, aunque sea de los que amo, o aunque sea podría haberlos dilapidado sin más en lugar de haberlos tirado en alguien que se llevó mi energía que tanto necesito sin siquiera darse cuenta del daño que provocó.
Prueba de esto es el mensaje de audio de 15 minutos que recibí ayer. Durante prácticamente la totalidad de la relación, unos 7 meses, fui su respirador artificial, su techo y su comida. La mantuve lejos de drogas, malas influencias, de matarse, de comer demasiado o de no comer en lo absoluto por días, la ayudé con cosas que no podía pagar o encontrar a alguien que las hiciera por ella, pagué por cosas que ella necesitaba o cubrí su parte en cosas que hacíamos juntos, y un etcétera bastante considerable. Todas cosas que para alguien que mira desde afuera hubieran dejado un cabeceo aprobatorio muy atrás en el espejo retrovisor, para adentrarse en el territorio de la pena y el preguntarse si no seré medio idiota, hasta llegar a la certeza de que soy bastante idiota y me estoy dejando usar.
Hay básicamente tres motivos por las que uno puede sospechar que alguien lo usa: porque la otra persona está verdaderamente usándolo, y con malicia; porque lo está usando sin darse cuenta; o por un malentendido. Decidí desde un principio descartar la primera posibilidad y asumir que la verdad reside en algún punto entre la segunda y la tercera opción.
En el mensaje de ayer se ve una persona que asume una pelea, un desentendimiento entre dos personas pensantes y centradas. No ve el reguero de destrucción que dejó a su paso, el costo emocional que tuve que pagar para sobrevivir a semejante montaña rusa (voy a ignorar el económico, que haciende a varios miles de euros, o el de tiempo y esfuerzo). Me habló una persona que cree que nos podemos sentar a hablar y aclarar las cosas, o que yo puedo acercarme a ella a un radio de menos de 1000 km sin que me corra un frío por la espalda.
No.
Es.
El.
Caso.
Voy a tomar toda la distancia que pueda, voy a tratar de reconstruirme como pueda, asimilando las lecciones que pueda, y voy a tratar de cuidarme más la próxima vez, si es que el universo me tira un hueso.
Algo me dejó dando vueltas en la cabeza el funeral de ayer, y no será muy original pero vale la pena reflexionar al respecto, a riesgo de sonar redundante o estúpido: la vida es corta, y no disfrutarla dentro de las posibilidades es una irresponsabilidad. Es faltarle el respeto a aquellos que la tienen mucho más difícil y no bajan los brazos. No sé por qué se mató este muchacho, probablemente nunca lo sepa, pero sí estoy agradecido de que mis propios pseudo intentos no se concretaron y estoy acá para levantar cabeza y seguir tratando de disfrutar el tiempo que tengo y dejar un buen recuerdo a los que me rodean.
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