o cómo el amor es solamente el 50% de una relación
Se terminó. Novia hermosa, herida, usada, descartada, confundida, rechazada y demasiadas pocas veces amada, finalmente logró que me sonara una alarma interior avisándome que esto iba a acabar mal si no la terminaba ahora. Nuestra relación, como tantas veces pasa, fue infectada por las heridas que ambos trajimos, esos miedos que uno adopta a medida que la vida lo va apaleando. Hay personas que siguen como si nunca les hubiera pasado algo malo; son como ángeles, almas especiales que siempre mantienen su inocencia. Pero ni Novia ni yo somos así. En mi caso, incluso, siempre me encontré con que yo era el más complicado en la relación, el que requería más paciencia del el otro, el que imponía más rigor y rigidez, el que daba más miedo a la ella de turno a decir o hacer algo que disparara una reacción desproporcionada de mi parte.
Sin embargo, tuve suerte. Siempre me amaron lo suficiente como para superar esa etapa de adaptación en la que la aprenden la mayor parte de las estupideces que me disparan y la relación se asienta en un nivel donde ambos podemos disfrutarla, gozamos de capacidad de maniobra y de los beneficios de estar con alguien en quien podemos, sobre todo, confiar; esa palabra es la clave que hace que uno baje la guardia, se relaje y le permita al otro ejercer su condición humana y cometer errores (que son inevitables), ser uno mismo, sacarse la máscara sin miedo al rechazo... amar y ser amado.
Pero a diferencia de otras veces en las que hubo incompatibilidades que me hicieron separarme, como en cualquier relación normal, esta vez nuestras locuras gangrenaron nuestro amor. Y cuando digo nuestras lo hago más con la intención y el deber de tomar responsabilidad por la parte que me corresponde, y no tanto porque realmente crea que si esa parte no hubiera estado hubiera hecho alguna diferencia. Por primera vez en mi vida siento que hice demasiado por ella en lugar de la acostumbrada sensación de que soy una mierda de persona y que no supe apreciar lo que tenía hasta que lo perdí. Es una nueva (ohhhh... la felicidad) clase de impotencia. La frase que tomó más vigencia a las pocas semanas de estar con ella fue: no importa lo que diga... no importa lo que haga... está mal, y eso se convirtió prácticamente en un sello de nuestra relación.
Novia tiene lo que se llama un flor de problema: está rota. La quebraron de chiquita, la arruinaron. Y cuando me la dieron en brazos hace unos meses fue evidente, no tardó nada en manifestarse. La tomé en mi seno, la abracé, la besé, comencé a amarla. Y llegué a amarla mucho, pero ella no supo qué hacer con eso e hizo lo que cualquiera hubiera hecho: desconfió, me combatió, me sometió a pruebas de todo tipo, me escudriñó, me atacó para ver si contraatacaba, me traicionó, insultó, torturó. Y si todo esto le suena a alguien muy mezcla de medieval y melodramático, ese alguien se puede ir a LPQLP. Que se tome el colectivo ese que vuelve 7 meses en el tiempo y se ponga en mis zapatos. Después hablamos.
Y en lugar de dejarla me sostuve al mástil del amor y la comprensión y capeé como pude sus embestidas, a veces con éxito, a veces no, pero siempre con cicatrices, moretones, fracturas. El hecho de que uno comprenda los mecanismos y motivaciones de los ataques de la persona que ama, no hace que esos ataques sean menos certeros e hirientes. Solamente ayuda con la rabia, pero no con el dolor.
Finalmente, el lunes a la noche, unas horas antes de tomarme el avión a casa, ese que me saca de Adolfland y me trae a mi delirio de paraíso (sí, Cristina y sus secuaces no pudieron sacarle eso), logró asustarme. Finalmente, la diferencia entre lo que uno no quiere hacer y lo que uno hace cuando lo empujan fue demasiado chiquita, tan chica que la distancia fue académica y ni vale la pena considerarla. Entra en el margen de error de la medición y todo se podría haber ido cuesta abajo muy, muy rápido. Falta de los instintos miserables son lo único que me mantuvo del lado recuperable de la situación, no tanto una sobrehumana capacidad para lidiar con ella o algún tipo de titánico autocontrol. Recomendación: tomar distancia. Ella se hunde y en sus manotazos de ahogada me va a llevar a mí para abajo. Sin quererlo, sin mala intención, pero va a terminar por arruinarme la vida hasta el punto en que ya no pueda volver. Por primera vez en los años que llevo en ese mierdero humano que es Alemania, quería subirme al avión no para ir a casa, sino para alejarme de Novia. Si me confundía de avión y terminaba en Kamchatka me hubiera dado exactamente igual. La malicia y la agresividad con las que me atacó no me dejaron opción y la única que me quedó fue hacer exactamente lo que sus miedos interiores temían: que la dejara. La eché de casa, la eyecté de mi vida, la expulsé. No más.
Y pensar que hace apenas medio año estábamos en un estacionamiento en Innsbruck dándonos el beso más lindo en la historia de la humanidad. Supongo que su apreciación de que no fue un verdadero beso porque no hubo lengua (eso es lo que evita como actriz) debería haberme dado la pauta de lo que me esperaba, pero no supe o, mucho me temo, no quise verlo. Maldita soledad y sus consejos.
La novia más inteligente que jamás tuve, una de las más hermosas a la vista, si no la más, y con la que compartimos muchos gustos... podría haber sido la historia más bella y en lugar de eso fue la más cruel. Y si no fuera por mi sentido común, podría haber sido la más destructiva.
La voy a extrañar. Ya la extraño. Los abrazos al acostarnos y despertarnos. El olor de su pelo. El prepararle la bolsa de agua caliente antes de ir a dormir. Sus opiniones de vegetariana. Sus análisis que tanto me ayudaron a esforzarme por verme a mí mismo desde una nueva óptica. Piet... Piet...
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